Yo tenía un profesor que definía la siesta como el yoga español. Este se llamaba Eloy y daba Historia del Arte en COU. No empezamos con buen bien porque me suspendió la primera evaluación, pero con el tiempo fuimos sintonizando. Creo que ayudó mi habilidad con el dibujo, tan mala como ahora, pero que siempre, como trampantojo, me permitió enseñar lo que en realidad no había. La anécdota surgió a raíz de unas fotocopias que repartió y contaban lo del Románico. Allí encontré un hueco y dibujé un monje y luego un obispo, con mitra y báculo, con la ayuda de un rotulador de aquellos de punta fina. Por un azar del destino, Eloy tomó mi hoja y la usó de chuleta para dar la clase. Al describir a los intrusos, la perplejidad cundió entre los discípulos.
- Maestro, ¿dónde viene eso? - le preguntaron.
Para deshacer el equívoco tuve que confesar mi falta.
- Eso lo he dibujado yo.
Al maestro le sorprendió el trazo y rio la gracia.
Para otro día me encargó unos dibujos de las fachadas de Santa Marina y San Miguel, parroquias de Córdoba. Que esbocé in situ y entinté en casa. Con ellas hizo copias y las repartió entre los compañeros. Los originales se los guardó, no sé con qué propósito, supongo que bueno. Al pie de una de las fachadas, el aire se llevaba un papelote con mis iniciales. De entonces a que acabó el curso, siempre hubo oportunidad de charlar de arte y técnicas. Las notas mejoraron, y eso que había una compañera que me quitaba el sueño. Todo voló, como mi firma en un papel dibujado.
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