De antiguo no era feo ser madre, que era una señora que antes de que te levantases ya te estaba vistiendo y luego te daba manotazos de agua fría en la cara y con esas te peinaba después a raya. Sin mucho protocolo te plantaba un tazón con galletas y cuando menos te lo esperabas te ponía de patitas en la calle para que te fueses al cole, que estaba lejos, pero llegabas andando acompañado de tu hermano chico, ese que iba lanzando la cartera por los aires y recogiéndola del suelo. Ya no volvías a verla hasta que asomabas por casa, cuando se hacía el intermedio entre la mañana y la tarde, que la jornada era partida, y entonces te mandaba por pan o leche, en ocasiones también por un tambor de Colón. Después te despedía a jugar a la calle hasta que a voces te reclamaba para sentarte a comer. Era conveniente no acudir antes porque no era raro que hubiese fregado. Si te encontrabas la puerta abierta era mala señal y no convenía entrar. Unas veces porque el suelo no se había secado y otras porque se había enterado de alguno de tus estropicios y te esperaba escondida detrás de aquella, armada de zapatilla de paño o de la paleta de freír. El padre solía usar para los mismos menesteres de zapato o cinturón, porque ella afirmaba que se hacía daño en la mano. Muchas veces todo quedaba en manotazos, que se esquivaban con facilidad si te movías con arte y llegabas al refugio que había bajo la cama. La zapatilla era el arma favorita de las madres, una especie de estrella de ninja, un shuriken de esos, o bumerang que llegaba a todas partes, muchas veces sin ser esperado. Una madre también era esa señora que te sacaba del partido de futbol de la plazoleta, te limpiaba los churretes con el pañuelo empapado en tu saliva y te llevaba de visita a la casa de una señora amiga suya, y allí tenías que estar muy quieto y callado. Si te removías un ápice, o pedías de beber, incluso de comer, la madre te miraba con cara de demonio y corrías el riesgo de llevarte un repizco. A veces protestabas lanzando un ay lastimero y hacías que quedase mal; “mujer, deja al chiquillo”, le decían, pero en casa se vengaba. Una madre también tenía respuestas para todo, y poco te importaba si estaba o no en lo cierto, ella lo decía y basta. También te defendía, aunque primero te daba dos sopapos después de oír hablar a la maestra. Tenía la fea costumbre de vestirte para bodas y comuniones con ropas estiradas que no te dejaban moverte, y además picaban. Era, en fin, la madre, menos grata que la abuela, un personaje que no faltaba en ninguna casa; y si faltaba acudía una vecina que también lo era y tenía las mismas herramientas, pero no el mismo tino con las comidas.
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