Qué hay más perros que niños es una realidad, basta con darse una vuelta por el barrio y comprobarlo. También más perras que niñas, todo hay que decirlo. Cuando yo jugaba en la calle había muchos perros sueltos, de raza incierta, se les tiraba piedras y en ocasiones te daban un mordisco, y podía darte la rabia, te decían los coleguis muy serios. Los perros se sumaban de manera espontánea a los juegos o desplazamientos de la infancia, por los eriales y descampados, y a la entrada y salida del cole. En ocasiones alguno asomaba las orejas o el rabo por la puerta de la clase buscando a su amo, y tenías que salir a echarlo o, con la excusa, acompañarlo hasta la casa. A veces, estos perros se dedicaban al fornicio a la hora del recreo y desde el otro lado de la valla dábamos clase de naturales sin saberlo. Alrededor de una perra en celo se arrejuntaban diez o doce, sin comprender de dónde salían, debía de ser cosa del olfato. Muchas veces, cuando las tardes se hacían largas, buscábamos el modo de emparejar a alguno, con muy poco éxito, hasta que decidíamos cazar gatos o lagartijas. Estos perros se lavaban poco y solían comer sobras o arroz cocido bajo la mesa de la cocina. Meaban en todas las esquinas y cagaban mierda seca, que no se pegaba, mezclada con granos de cebada silvestre. Los únicos perros con collar que recuerdo eran los que cuidaban los jardines de los chaletes, que ladraban mucho y salían poco, y siempre con correa y bozal. A mi me gustaba ladrarles y que se volvieran tarumbas de la rabia. Recuerdo que conseguí imitar muy bien el ladrido de un pastor alemán muy cabroncete que siempre me asustaba. Igual le estaba insultando, sin saberlo. Había un bulldog muy amanerado del que nos burlábamos, y el pobre nos lloriqueaba desde el otro lado, y ya era el descojone. Los perros del común aullaban o gemían si les pisabas el rabo, y sólo ladraban cuando lo hacía otro desde muy lejos, para comunicarse. Estos perros eran muy gregarios y se pegaban como ladillas. Aparecían sin llamarlos y era difícil darles el esquinazo. Algunos se sentaban entre los porreros y pasaban unas tardes muy recreativas, con la lengua fuera y las orejas gachas, empalmados y felices. Un día apareció una gente a salvarlos y los perdimos definitivamente de vista. Ahora todos pasan por el veterinario y los capan.
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