En la esquina de la calle donde vivía mi abuela, allí en Úbeda, pared junto al pilar donde las bestias y los racionales bebíamos agua, tenía la carpintería Andrés, que era un anciano que sobrevivía como su oficio, muriendo poco a poco. Tenía el taller a la entrada y el suelo, que era un firme irregular de cantos rodados muy apretados unos con otros, estaba lleno de virutas como serpentinas. En las paredes se apoyaban tableros, tablones, listones y un calendario amarillento. Sobre la mesa de trabajo se repartían los útiles, entre los que destacaba un cepillo de hoja afilada, que invitaba a despertar de su sueño. En una esquina había una escoba y un recogedor. El cuarto se iluminaba con una bombilla muy sucia y desnuda, que pendía de un mugriento cable. A mí me gustaba visitar a Andrés porque siempre me hacía algún juguete, que solía ser una espada, aunque yo le pidiese un coche de carreras u otros disparates por el estilo. Todavía vivía gente que había hecho la guerra en África. Entonces los niños luchábamos con moros imaginarios y una espada, aunque de madera, era un arma muy útil para defenderse del asalto de Alí Kan. Mi abuela me insistía en que le dijese que no le hiciese punta, y si no seguía sus indicaciones ya se encargaba ella de capar la tizona. Una vez, envalentonada, se animó a hace una, con mucha voluntad, pero muy mal clavada la cruz del mango, porque no supo hacerle el bocado previo para que ambas piezas casasen, pero así evitó que volviésemos armados y nos diésemos una estocada traicionera. Para mi abuela todas las armas las cargaba el diablo, eso no era óbice para que alguna que otra vez usase un tirachinas. No tuve mucho tiempo para hacer más amistad con Andrés, porque murió a los pocos años. Era un tipo paciente y bondadoso, con todo el tiempo que daba entonces la vida, que no entendía de horarios.
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domingo, 20 de julio de 2025
La carpintería de Andrés
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