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domingo, 27 de julio de 2025

Las casas viejas

Parecían estar más allá de este planeta, porque lejos está todo cuando se tienen cuatro o cinco años, pero, en realidad, “las casas viejas” se ubicaban en la calle de al lado, no había más que subir una cuesta para meterse en ellas. Era un conjunto de viviendas adosadas sin terminar, una obra abandonada a las afueras del pueblo, que nos resultaban ruinas de templo maldito o algo por el estilo porque allí dentro, entre paredes desnudas de ladrillos y llenas de mensajes obscenos, crecían matas espinosas y yerbajos, y convivían numerosos insectos y lagartijas, probablemente ratas. Eran espacios ideales para investigar, ir de caza o llevarse el recuerdo de una avispa, en ocasiones un sarpullido. Los mayores se escondían a fumar y te ordenaban no contarlo. También eran sitio para jugar a las madres, pero eso era propio de las niñas. Como eran cinco o seis edificaciones, podíamos repartirnos a nuestro gusto por cada una de ellas y hacer nuestros juegos sin meternos en el del vecino. Sólo había una ocupada, la más retirada, lindando con la carretera general, por unos gitanos a los que se veía muy de tarde en tarde, pero que nos ignoraban como nosotros a ellos, no tanto sus perros o el burro que tenían. Poco recuerdo tengo de aquellas exploraciones sino la de que cuando era época crecían setas y los niños se las comían como galletas, o cuando la peligrosa oruga procesionaria hacía fila y alguno tuvo la feliz ocurrencia de tocarlas. Era un sitio chulo.

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