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sábado, 30 de marzo de 2024

Bocarrayo

 Yo tuve un tío abuelo lejano que apodaron Bocarrayo. El mote se lo pusieron en una comida familiar los primos con los que se sentó a la mesa, movidos por su audacia. El marco temporal de la efeméride podemos fijarlo durante la posguerra, cuando los menús no eran tan sofisticados como en los días que corren, aunque sean de hamburguesa con patatas. De primero había huevo frito. De segundo y tercero, si lo hubo, no tengo noticia por la anécdota. Esta sigue por cuando pasó el camarero a su altura y fue poniendo un huevo frito a cada uno en el plato. Este tío abuelo, que llamaré Miguel, ni corto ni perezoso, agachó la cabeza y se tragó el huevo de un sorbetón, así, sin anestesia. Al instante se levantó, pidió vena al que iba sirviendo y le aviso de que a él no le había puesto, levantando su plato, limpio como una patena, como testimonio del olvido. El camarero manifestó su sorpresa e incredulidad por el suceso, pero eran tantos los invitados y el trabajo que tenía por delante que no se detuvo a más averiguaciones y le puso otro. Y fue así como Miguel se ganó el mote. Andando el tiempo, mi hermano y yo, probablemente algún que otro primo-hermano, tras haber oído tantas veces la anécdota de boca de la abuela, hicimos intentona de emularlo, sin éxito y con el resultado de alguna que otra condecoración inoportuna que desagradó profundamente a mi madre.


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