Lo primero es que había más humo, cigarrillos encendidos, copas y azucarillos, palillos de dientes, huesos de aceituna y cabezas de gambas por los suelos, mugre de procedencia incierta y gente hablando a voces.
Antaño todo bareto que se preciase de serlo tenía en un rincón su máquina recreativa, de esas del pinball, con sus luces y musiquillas alegres, que más tarde o más temprano se tragaba las bolas de acero previo pago con moneda de 25 pesetas. Allí salía disparada una tras otra gracias a una palanca con muelle, veloz y chocando con obstáculos luminosos parapetados tras bandas elásticas, que anunciaban puntos y hacían girar el marcador. Describía una parábola caprichosa, salpicada de obstáculos y se precipitaba cuesta abajo. Entonces empezaba el bailoteo con los mandos, arriba y abajo, para devolverla al tablero. Siempre tuve el deseo de hacerme con una de aquellas que iba al agujero, señal de que se acababa la diversión, pero no la ocasión de repetirla.
Pero si bien es cierto que aquello daba caché a los locales nuevos, era mejor la de los viejos, puesto que a la recreativa se unía el futbolín, un enorme cajón de monigotes de madera, que giraban para dar pepinazos a balones y meterlos en la portería del contrario. Se trata de un sólido armazón, de mueble antiguo, atravesado de barras de hierro como caja de mago por sables morunos. Lo general era dos equipos, uno del Atleti y otro del Madrí, con caras mal pintadas de boxeadores de antaño, al servicio de unas manos hábiles que supiese moverlos de un lado a otro y hacer el oportuno despeje, remate o tiro, volteándolos como niña del exorcista. Allí se pasaban las horas algunos, aferrados a los remos como los esclavos de las galeras, pero más distraídos, atentos del ir y venir del esférico, siempre inesperado. Dependiendo de la pericia de los contrincantes, podía durar más o menos la partida. Había que manejar con habilidad los mangos engomados de las garrochas a las que iban sujetos los usbeti de Kubala, Gento o Amancio, para detener el ataque del oponente, y evitar los de este para no llevarse un toque en las bolas equivocadas. Eran partidos frenéticos a cuatro u ocho manos, al ritmo del crujir de la madera y los golpes secos contra el balón. Muchas veces vi uno catapultado hasta más allá de la barra o, también, golazos a la primera. En una esquina del marco se acumulaban sobre un cenicero de lata los duros de la apuesta, que servirían a los vencedores para gastarlos en otra.
La entrada viene a colación por uno que he visto en el Carrefour, de esos que hacen para niños, que no resistirían un par de partidos, caricatura de los que añoro. Lo cual no ha impedido que haya probado su giro.
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