Se acaba el año, dicen, pero en realidad no se acaba nada porque todo es un inicio, un comienzo, siempre un viaje que empieza a una eternidad sin límites, segundo a segundo. Era Aristoteles el que apuntaba a un tiempo sin principio ni fin, algo que siempre fastidió a los cristianos, porque les malograba el invento de origen y término, que se quedaba en eternidad. Pero el macedonio hacía de la eternidad una constante no un después de, sino un siempre. A la larga, pese a su opinión, tan opuesta a la de su maestro, se ha impuesto esa filosofía del fin eterno pero definitivo. Ya sean creyentes o ateos, el caso es joder la marrana, con el infierno y el aburrido paraíso, o la nada más negra y absoluta. Aristoteles defendía el flujo, que es sinónimo de vida, un misterioso equilibro de un cosmos siempre en movimiento. Esa teoría trastocaba la individualidad del sujeto, y anulaba el poder de la religión y la ciencia sobre el individuo, "divide y vencerás" murmuraban y murmuran con malicia sus popes para amedrentar en solitario al cismático. Y he aquí, concluyo, que donde debemos colocarnos es el ese río que no conduce a ninguna parte, sino que simplemente lleva, por más que pasen los años, los meses, las semanas y los días. Viajar y nada más que viajar, por las estepas del tiempo, sin preocupación por el destino, pues no existe parada con ese nombre, sino una infinita conquista del devenir.
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