El día de los inocentes, antaño, era uno en el que los tebeos invitaban a celebrar colgando muñequitos de papel en la espalda de los vecinos sin que lo notasen. Lo pregonaban las historietas de Bruguera, la de los Vazquez y todos aquellos. Pero esa costumbre se perdió. Luego se fueron haciendo inocentadas más llamativas, sobre todo en la prensa, que gozan de mejor salud, y no dejan de ser tan reales como broma la realidad que nos pintan. Pero yo me quedo con la inocencia de las primeras y me acuerdo de quienes se colgaban el muñeco a la espalda para no ser señalados por otros, como se suele hacer con la pegatina del Domund. Y así se presentaba mi primo, por ejemplo, en casa de mi abuela o mis tíos ese día, después de pasearse por toda Úbeda, con su personaje colgando de un hilo. En el fondo resultaba más práctico que intentar engancharlo a un cualquiera, o más sencillo. Pero lo mejor era el rato que se pasaba recortando hojas de diarios e imaginar que aquellos improvisados personajes saliesen andando o, mejor, volando desde el balcón a lugares donde sólo la imaginación alcanza.
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