He retornado, por azar del destino, a impartir clases en 1º de la ESO. Hacía muchos años de la última. Las sensaciones son otras, más de 30 años de docencia te permiten ver las cosas distintas. No me había dado cuenta hasta ahora de la comicidad de este alumnado y de las situaciones que provocan. Antaño era un infierno, hoy un descojone. Me resulta imposible evitar advertir en cada gesto, detalle o situación un motivo para la hilaridad. Me ha dado incluso por remirar el álbum de fotos donde aparecen mis hijos haciendo sus primeros pinitos. En el ocaso, la vida que despierta resulta entrañable. Uno contempla con simpatía la torpeza de los que se inician en la madurez. Personajes que todavía buscan el refugio en su madre o miran con cierta nostalgia los muros del viejo colegio. En todas esas caras apenas hay señales, sino mucha curiosidad y desconcierto. Por lo que sea uno llega demasiado tarde al punto de partida. Solo queda la sensación de que todo pudo hacerse de otra manera. Pero el camino, salvo en las revueltas, no se deja ver, y ya está hecho.
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