No tendría más de cuatro años, el día que después de una analítica mi madre me llevó a desayunar a una cafetería, del algún punto impreciso de Madrid. Sí recuerdo que el local era muy amplio y la barra era un cuadrado que rodeaba a los camareros, igual que si trabajasen en una fortaleza, o se desplazasen en el interior de un ring. Subido a un taburete, tuve la sensación de asaltarla desde una torre de asedio. Si no me falla la memoria nos tomamos unos churros, no sé si con chocolate, de esos de lazo que son caricatura de las porras, que no están tan buenos y nunca antes había probado. Los de Úbeda están mejor, creo que le comenté a mi madre, o lo pensé. Al otro lado, en la barra paralela a la mía, un señor de pelo blanco, de aspecto respetable, mientas se tomaba un café, me miraba con mucha atención. En un momento dado, después de darle un trago a la taza, se llevó el índice y el corazón a la sien y me obsequió con un saludo militar, que a mí me sonó a americano, como los de las películas. Acepté el reto y formando con mi mano el signo de OK, que no sabía muy bien lo que significaba, le devolví el gesto. Ignoro si le hizo o no gracia, si comprendió que no nos entendíamos, o que le resulté un impertinente. No le volví a ver en mi vida. Mi madre me preguntó qué quería aquel señor y yo me encogí de hombros. En ocasiones he fantaseado con que era yo mismo, que había tenido oportunidad de viajar al pasado y verme. No he perdido la esperanza de que así sea.
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