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domingo, 26 de octubre de 2025

Si Al-Gafequi contase

A pocos importaba que fuese Al-Gafequi el personaje que desde un lateral de la plaza del cardenal Salazar contemplase la puerta de El Churrasco - nunca sabremos si con hambre o terror a la carne de cerdo, por si era de cerdo - o mirase sin mirar, entrar y salir, al alumnado de la facultad de Filosofía y Letras, sita en el viejo hospital. Por aquel entonces el celebrado oculista del medioevo andalusí no resplandecía como ahora, ni nadie lo presentaba a las multitudes, sino en escasas ocasiones y siempre a contados nórdicos. Su color era más opaco, tal vez porque la humedad del río propicia la expansión del liquen, las palomas no respetaban su turbante, ni los perros su peana, o quizás porque en más de una ocasión alguien lo había bautizado con cerveza, o lo había ahumado con tabaco u otra sustancia que le daba cierta y nebulosa vida. A sus pies se multiplicaban cáscaras de pipas, colillas y vidrios de color de cobre. Pero nada parecía incomodarle. Al-Gafequi recibía temprano a las estudiosas y acompañaba hasta muy tarde a los que preferían el corro y la tertulia en vez del aula y la monserga. Desde su ventajosa posición controlaba el movimiento del alumnado, para retirarse a la plaza Maimónides, tomarse un café en Deanes o sumergirse en la calle La hoguera. Algunos, los más inquietos, para evitar a Catilina, prefería huir hasta el patio de los naranjos en busca del sol de la mañana, o subir al antiguo alminar para fumarse un pitillo esperando a Aníbal.  Si no acudía Alejandro, porque estaba de excavación, se retiraban hasta el arqueológico y allí conversaban con Ulises, o se imaginaban correr el agua por el caño del ciervito de Medina Azahara, bajo la torcida vigilancia del segurata. Hubo valientes que incluso se atrevieron con ocupar la trinchera de Gran Capitán y rescataron alguna tesela, por vérselas con Anguita. En la librería de la esquina se hacían las fotocopias o se pillaban los apuntes de la Asquerino, el libro egipcio de Drioton, los de siglo XXI, los clásicos castellanos o el Strahler. Por las tardes, retumbaba la calle Romero con las palabras de Marzoa explicando a Descartes. Pedro Ruiz mentaba las coplas de Mingo Revulgo. Contreras llevaba la medieval y Bartolomé la Geografía. Unos gatos como panteras se paseaban por los tejados de enfrente, y miraban a los ratones de las aulas con los ojillos ladinos. Al final de la de Almanzor podía hacerse uno con un bocata, en El Picantón si era más tarde. Nadie pensó en llevarle uno a Al-Gafequi. 



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