La paramnesia es eso que te pasa cuando experimentas un recuerdo de algo que en realidad no ha sucedido nunca, o eso nos dicen los expertos, y se parece mucho a algo que estas haciendo en ese preciso instante. Esto ya lo he vivido, o soñado, decimos. Yo he sido dado a tal efecto en la memoria, o eso creía. Por lo que durante un tiempo me dediqué a anotar anécdotas, para ver si se repetían o no y terminé descubriendo que sí, que somos muy recurrentes y previsibles, en situaciones y conversaciones, de ahí que nos suenen las nuevas por antiguas, no porque la mente nos pretenda engañar sino que nos esta avisando de lo poco originales que somos. Pero estamos tan convencidos de nuestra inteligencia que es complejo admitirlo. Ahí también nos engañamos. Tal vez sea supervivencia, o que nos estamos convirtiendo en unos plastas.
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martes, 21 de enero de 2025
Oro nazi. Capítulo 31. Santuario.
- Parece usted un cobrador jef…, mi sargento – le dijo Bartolo cuando lo tuvo delante.
- Entra conmigo, vamos a ver que facturas hay aquí – dijo en voz alta para satisfacción de los que buscaban respuestas a los rumores y rondaban el cuartel como moscones.
El guardia se rascó el cogote, como era su costumbre, y siguió a su superior. La respuesta le sonó a asunto serio.
Entraron en el despacho y Antonio advirtió la ausencia de Romerales.
- ¿Dónde está?
- No hubo manera de retenerlo, mi sargento.
- ¡Maldita sea! – protestó. Pero de inmediato se alegró de su ausencia -. Cierra.
Sin más ceremonia Antonio se puso a extraer del maletín su contenido. Lo hizo con mucho cuidado, como si tuviese entre manos una vajilla de cristal veneciano.
- ¿Tú sabes alemán?
- Poco, mi sargento. “Heiljitler” y “arriversen”.
- Bastará – respondió el mando con sarcasmo.
Repartió todos los documentos sobre la superficie del tablero y ambos se pusieron a estudiarlos con detenimiento.
- ¿Un diario?
- Eso parece – murmuró Antonio.
- Y un plano – añadió Bartolo al descubrir el croquis.
- Recortes de prensa… Poco más.
- ¿Es del nazi?
- Sí.
- ¿Está la pluma?
- No.
- ¿De dónde lo ha sacado mi sargento?
Antonio se dejó caer en la silla, agotado de tanta novedad.
- El tonto de Romerales lo tenía en sus manos, sin conocer su contenido. No sé si celebrarlo o arrepentirme de que no lo supiese. Nos hubiésemos ahorrado muchos problemas, ahora estaría solucionando la papeleta él. Hay gente peligrosa detrás de esta valija y nosotros tenemos pocos medios para hacerles frente.
- ¿Y de dónde lo sacó El Pistolas?
- Eso es lo que pienso averiguar ahora mismo – anunció incorporándose -. Guárdalo bien en mi ausencia.
Y así como lo expresó se quiso echar de nuevo a la calle, con la meditada intención de hablar con el párroco, que sin duda conocería la procedencia del maletín o podría darle otra pista.
- ¿Dónde vas otra vez? ¿No te han dicho que reposes? – le objetó Bernarda que acudía por el pasillo, atenta a sus mínimos movimientos y advirtiendo su propósito, pero él se hizo el sueco.
- Muy bonito. No me dices nada. Siempre haciendo lo que te da la gana. Y luego que si me duele aquí o que me duele allá – protestó la costilla.
- Son asuntos de orden, mujer. Vuelve a los pucheros – le respondió dándole la espalda, que aprovechó ella para hacerle un gesto de burla con la lengua.
Sin más demora se dirigió a la parroquia, levantando otra ola de rumores.
Cuando llegó al sitio en cuestión el cura estaba culminando el oficio, deseando a los fieles que marchasen en paz.
Antonio se retuvo junto a la pila bautismal y aguardó respetuoso el final, y la salida de las últimas beatas.
Don Buenaventura, que ya lo había visto, le hizo señales desde el altar para que se acercase, al tiempo que se desnudaba de la ropa ritual.
- ¿Qué te trae por aquí? ¿Vas a soltar a José? Le darías una alegría muy grande a su mujer y sus hijos.
- No tardaré. Vengo a consultar una duda.
- Tú dirás.
- Es por el maletín que dio usted a Romerales.
- Ah. Bien. Está en tus manos.
- Sí, pero … ¿De dónde ha salido?
- No puedo contestarte a eso. Es secreto de confesión. Además, desconozco su contenido, puedes ahorrarte más preguntas – respondió, manifestando cierta urgencia.
Antonio quedó algo desconcertado.
- ¿Algo más? – preguntó el religioso.
- Pues…
- Mejor. Tengo mucho que hacer. Y, por cierto, suelta ya a ese hombre, no tiene culpa de nada –reiteró y, sin despedirse, se sumergió en los corredores por donde se salía de la sacristía.
El sargento, que quedó solo, aprovechó la coyuntura para deambular un buen rato por entre los pilares de las naves de la iglesia y contemplar sus paredes y bóvedas, y así ordenar las ideas, deteniéndose en los detalles que adornaban cada una de las hornacinas donde se cobijaba una imagen, tras una muralla de cirios encendidos. Se reconocía así al santo o la santa que más seguidores tenía gracias a los favores otorgados, por las luminarias, que además eran las encargadas de dar cierta iluminación al interior del edificio. Contempló los exvotos que se apiñaban en la que recogía a la virgen del pueblo: fotos de viejos, niños, muchachos en edad militar, ancianas, mujeres en estado; también mechones de pelo, dientes, huesos, figuras de pies y manos o de otras partes del cuerpo, medallas, crucifijos, dedales, la hebilla de un pantalón, el zapato de un niño, una pluma …. un verdadero galimatías devocionario. La figura de la madre de Dios anunciaba así su triunfo y celebraba su superioridad sobre el resto.
Observándola, el guardia meditó sobre el paseo que cada año daba acompañada por la muchedumbre hasta su otro hogar, la gruta que utilizaban los contrabandistas para sus trapicheos y negocios cuando ella estaba ausente. ¿Quién podría saber las cosas que aquella pequeña estatuilla, sostenida por miles de manos, habría visto u oído con tanto trasiego? ¿Cuántos secretos podrían esconderse detrás de su alegre sonrisa de madre, que parecía ignorar al niño que llevaba atado al pecho?
Allí precisamente alguien había puesto una foto. Tomada desde el otro extremo de la bahía. Se identificaba perfectamente la vieja torre sobre la gruta pese a que la cabeza del pequeño niño dios la tapaba en parte. Imaginó que alguien pretendía proteger así al pueblo de alguna posible desgracia.
Podría haberle dedicado más tiempo, pero estimó oportuno retirarse para evitar equívocos y que en el pueblo se hablase de su celo religioso por otra que no era la del Pilar. Dejó unas monedas en el cepillo y salió del templo. Los niños, que jugaban escudados del sol bajo el pórtico, lo observaron con curiosidad y respeto. Pablo lo miró con insolencia, Lucía con reprobación y él bajó la vista con cierta contrición. Quiso apretar el paso y salir de allí cuanto antes
Pero entonces se detuvo. Advirtió que había visto algo dentro de la iglesia y que no le había prestado la atención necesaria. Giró sobre sus talones y volvió a entrar en el templo. Fue directo a la imagen de la Virgen. Volvió a repasar el muestrario de objetos, localizó la foto en la que puso su atención y no muy lejos de ella, a un lado de la imagen religiosa, halló la pluma. Con cierta emoción se hizo con ella. No tardó en descubrir el sello inconfundible que la hacía especial. ¿Qué estaría haciendo en aquel lugar? ¿Existiría alguna relación entre ésta y la foto?
Tras meditar sobre su procedencia la volvió a depositar en su sitio. Quizás estaba allí para que alguien la encontrase, y escondiese un secreto. O no. Una simple coincidencia, tal vez. Pero debía ser, tenía que ser, la de Helmut. Se enfrentaba a un complejo puzle.
Retornó al edificio que le servía de morada y en el que ejercía su cargo. Llamó a los suyos y repartió órdenes. Hizo las disposiciones oportunas para que todo el material reunido durante la investigación viajase a la comandancia de Granada. Sin mencionar la pluma. No quería perder más tiempo en un asunto que le venía demasiado grande. Deseaba volver a la rutina.
Soltó a José, le devolvió sus pertenencias y le recomendó prudencia, como si el otro no estuviese curtido en tales mañas.
- No te hagas señalar, ni abandones el pueblo. No te demores en la calle y refúgiate en la iglesia hasta nuevo aviso. Allí está tu mujer. Este asunto es muy complejo, desconozco su alcance y puede perjudicarte a ti y los tuyos – le dijo con desagrado, temiendo la vuelta de Romerales.
domingo, 19 de enero de 2025
La piscina de los almacenes Sears
Los almacenes Sears eran unos norteamericanos que estuvieron de moda en Madrid a finales de los 70, y hacían sombra al Corte Inglés y Galerías Preciados cuando iban por separado. Mi padre era muy aficionado a visitarlos. Si no recuerdo mal estaban cerca del Bernabéu. En este establecimiento no sólo había de todo sino que infinitas ventajas para comprarlo a plazos y eso. El caso es que en una de tantas, mi padre compró allí una piscina de esas que se monta uno mismo en la terraza del piso, si es grande, o en el patio de atrás. Era circular y tenía capacidad para una burrada de litros de agua, pero no la firmeza de una de hormigón armado. Por eso, de tomar impulso con la pared de aluminio para salir disparado en lo del buceo, y otras actividades náuticas que se practican en la infancia, saltos, ahogadillas, competiciones, y un agresivo etcétera, se fue abombando y deformando por varias partes. La novedad entre la chiquillería, amiguetes y primos, dio mucho ajetreo al invento y cuando acabó el verano, y mi padre se puso a desarmarla para el siguiente, estaba para tirarla. Ni corto ni perezoso, imbuido en la seguridad que daban las promesas de la publicidad, hizo con todo un paquete y se presento en el Sears a reclamar que se la cambiasen por otra. Allí estuvo combatiendo con los empleados para conseguir su propósito. Desenvolvía la lona de poliéster e indicaba los picotazos, o sacaba las varillas de refuerzo dobladas, el cilindro de aluminio maltrecho, y así mil cosas. Casi ocupa medio piso desembalando piezas, que aquello parecía el Rastro. Yo, de lejos, lo veía trajinar con varios tipos trajeados que no hacían más que ponerle peros. De cuando en cuando, mi hermano y yo nos acercábamos a ver cómo iba el negocio, y mi padre nos despedía con gestos enérgicos antes llegar a él, invitándonos a seguir curioseando por las plantas de los almacenes; y nosotros obedientes lo hacíamos. El caso es que al final de todo, tras mucho bregar, mi padre se salió con la suya y una piscina nueva para el próximo estío. Ya de regreso en el coche, la curiosidad pudo conmigo y le pregunté que por qué nos había mantenido al margen. Fue conciso y explicito: " si llegan a veros hubiesen dicho que erais los responsables del destrozo", lo cual, por otra, parte, era cierto, pero sin maldad. La enseñanza que saqué de aquella experiencia es que los niños debíamos de ser buenos, pero sobre todo parecerlo, o no aparecer por el lugar del crimen.
viernes, 17 de enero de 2025
Romance de Errejón
Lo de Errejón empieza a parecerse a lo de siempre. Ya en el romance de La Cava se leía aquello de "ella dice que hubo fuerza, él que gusto consentido". El duelo está en que cada cual representa el papel que le corresponde. Don Iñigo, el de inocente víctima de la perfidia de la comedianta, que es ella. El sainete no cambia, la de Putifar es culpable y el santo sube a los altares. Todo queda en su sitio, pese a las revoluciones.
Oro nazi. Capítulo 30. Simón, El Mago.
Antonio, mientras tanto, había ganado la farmacia, pero se la encontró cerrada. Temió que le hubiesen ganado la partida. Recordó que El Pistolas le había hablado del cura. Quizás debiera hacerle una visita, meditó.
Sin moverse de la puerta del establecimiento intentó establecer una relación entre el sacerdote y el maletín. Lo único que se le ocurría es que se lo hubiese facilitado Rosa. Pero era evidente que desconocía su contenido. De otro modo no hubiese utilizado a Romerales como intermediario para hacérselo llegar.
Haciendo conjeturas se hizo consciente de que estaba perdiendo un tiempo precioso. El maletín debía contener algo valioso y tenía que recuperarlo.
Decidió ir a la casa de don Simón. Conjeturó que alguna de las vecinas que vivían en la misma calle lo hubiese visto entrar o salir. Estaba convencido de que le darían alguna pista de su paradero.
No andaba muy desencaminado porque tan pronto como el boticario vio salir por la puerta al de La Política colgó la bata en una percha y se fue a la calle con el maletín. Se marchó directamente a su casa. Entró, cruzo el zaguán, salió a un patio y después a una cuadra adosada a una pared de piedra, allí accedió a una cueva, escondida tras un armario, a la que se bajaba por unos estrechos escalones labrados en la piedra. Giró un interruptor de palometa que sobresalía del tabique y encendió la luz de una bombilla. Se iluminó el interior de una fría estancia, de paredes toscamente labradas. Al amparo de una hornacina excavada en la piedra había un candelabro de siete brazos. Una mesa, una silla y un armario componían el escueto mobiliario de la pieza subterránea.
Cerró por dentro. Abrió el maletín y puso su contenido sobre la mesa. Lo repartió, tomó unas lentes y lo estudió con meticulosidad. A continuación, puso su atención en el armario. Lo abrió, repasó sus baldas y extrajo de allí una aparatosa cámara de fotos.
Uno por uno fue fotografiando todos los documentos que había expuesto sobre el tablero. No perdió ocasión de hacer varias fotografías de cada uno de ellos. La reproducción del diario fue lo que le robó más tiempo y este le apremiaba. Sabía que tarde o temprano tendría que dar razón de su tesoro.
Mientras tanto, Antonio, guiado por la intuición, se plantaba en la mismísima puerta de la morada del boticario. Llamaba, esperaba paciente y no recibía respuesta. Repetido el protocolo varias veces, se retiró unos pasos y observó la fachada, por si de alguna de las ventanas recibía señal de la presencia de Simón en el interior, pero no advirtió nada que se lo indicase. Ni siquiera en la azotea había asomo de vida. Podría decirse que el domicilio estaba deshabitado. Miró en derredor, esperando verlo acudir de alguna parte, pero no tuvo esa suerte.
Desde el balcón de una vivienda próxima le llegó una voz. Se volvió y vio a una anciana enlutada que emergía de detrás de una persiana de madera de color verde oscuro.
- Insista, insista. Yo lo he visto entrar.
Otra que asomaba a la puerta de la vivienda contigua también corroboró la opinión de la anterior y ya aprovechó para dar cuenta de la rutina de aquél. Con tal servicio de vigilancia Antonio no tuvo reparo en redoblar su esfuerzo.
Fue a golpear de nuevo la aldaba, pero se quedó en el intento pues Simón abrió en ese instante.
- Antonio, qué casualidad. Ahora mismo iba a pasarme por el cuartelillo. Tengo este maletín para ti. Se lo dejó tu compañero de La Política olvidado en la farmacia – anunció, alargándoselo mientras cerraba.
- Gracias – respondió el guardia con sequedad mientras lo aferraba con firmeza.
- Tengo que volver a la tienda. Ya no puedo distraerme más, ha sido una suerte encontrarte aquí. ¿Querías algo?
- Esto – respondió levantando el maletín con la mano -. Me lo dijo Romerales, pero como usted no estaba en la tienda me he decidido a venir hasta aquí. Podía haberlo dejado allí en lugar de cargar con él de un sitio a otro – dijo con cierta suspicacia.
- Iba a llevártelo, pero a mitad de camino me surgió una urgencia y decidí traerlo conmigo. – contestó veloz -. Bueno, pues si sólo se trataba de eso te dejó y retorno a mi tarea.
- Te acompaño, vamos en la misma dirección – corto Antonio, para evitar que el pájaro volase.
- De acuerdo.
Don Simón, acompañado del sargento, inició el recorrido con cierta incomodidad, detalle que no pasó desapercibido al escolta. Las comadres los vigilaban.
- ¿Cómo va todo? – preguntó el farmacéutico, para romper el hielo.
- Bien. Poca novedad desde esta mañana, salvo esta que nos ocupa. ¿Qué tendrá este maletín? – comentó, para sonsacar al otro.
- Lo ignoro – respondió ágil el boticario -. Sólo te puedo decir que el de La Política se lo dejó encima de una silla. No debe ser muy importante. Supongo que su equipaje, no pesa mucho.
- No tardaré en averiguarlo. Confío en que no falte nada, ese hombre es imprevisible, capaz es de denunciar un robo.
- Ni lo he tocado. Como me lo dejó se lo he dado a usted.
La singular pareja no dejaba de llamar la atención. Pocas cosas fuera de lo común se les escapaban a los habitantes del pueblo y esta era una de ellas. El misterioso equipaje del sargento disparaba los comentarios más insospechados. Para unos lo que transportaba era una medicina, para otros un arma. No hubo acuerdo, pero sí muchas conjeturas en las barras de los bares.
Llegaron a la farmacia y se separaron. Antonio dudó entre marcharse al cuartelillo o pasarse por la iglesia. Pero finalmente se inclinó por averiguar primero si el maletín era lo que sospechaba.
domingo, 12 de enero de 2025
Efemérides franquistas, siempre de actualidad
Que digo yo que con eso del aniversario de la muerte de Paco se debería hacer algún tipo de fasto en los conocidos como órganos de Despeñaperros, a la altura de la Venta de Cárdenas, desviándose de la autovía, por ser este lugar de reunión, dicen que de peregrinación, de seguidores incondicionales, del que fue indiscutible influencer de la segunda mitad del siglo pasado y cuya fama se perpetua a la actualidad, y no pasa de moda, un tipo incombustible, vamos. Es Casa Paco, digo Pepe, un espacio más adecuado que el Instituto Cervantes, por ejemplo, para rememorar las décadas en las que el PSOE estuvo de vacaciones. (Conviene aprobar de una vez las asignaturas pendientes, es comprensible). El espacio, por su ubicación, no solo es comparable al de la sierra de Guadarrama, sino que apenas ha sufrido el impacto de la especulación urbanística, y de este modo se puede contemplar a placer el vuelo del águila real y otros pájaros singulares, por no hablar de la vegetación de encinas ricas en bellotas y alcornoques vestidos de corcho. Un lugar ideal para hacer senderismo reivindicativo si se estima oportuno. Próximo a las Navas de Tolosa, donde se dio el golpe definitivo a la morisma y principio del remate de la Reconquista. No faltaría en Casa Pepe condumio para satisfacer el hambre de conferenciantes y asistentes, ni recuerdos alusivos a la efeméride que llevarse de vuelta a casa. Salones y mesas, hay de sobra, sitio para aparcar más del necesario. En fin, es un no acabarse nunca, un repetir, una pena dejar pasar esta ocasión para el desarrollo económico de la zona.
jueves, 9 de enero de 2025
Oro nazi. Capítulo 29. El pájaro errante.
Esta vez no fue sólo Bartolo el que vio venir a Romerales. Antonio, con la mosca detrás de la oreja, no había dejado de asomarse a la ventana constantemente, por si hubiese algo de realidad en el aviso del subordinado. No tardó en identificar al polizonte entre el bullicio, por su estampa inconfundible.
Oyó las pisadas de su subordinado, que acudía a darle parte.
- Jefe. Ahora sí. ¿Lo dejo pasar? – preguntó.
- Qué remedio. Vuelve a la puerta y no lo retengas.
El interfecto no se detuvo ni a saludar, franqueó el zaguán, enfiló el pasillo y entró muy decidido al despacho, con la ira pintada en el rostro.
- Muy buenas.
- Buenas. ¿Qué ha pasado? – preguntó con indiferencia Antonio - ¿Alguna avería?
- Quiero aclarar un asunto – respondió Romerales con la cara de listo que gustaba representar y sin esperar a que le ofreciesen una silla.
- Tú dirás.
- No soy gilipollas, ¿vale?
El sargento puso cara de póker. No tenía claro por dónde iba a salirle el fulano, pero decidió facilitarle las cosas, que se le pasase el sofoco y se tranquilizase. Le invitó a tomar asiento.
- Tranquilo, tranquilo. ¿A qué viene ese lenguaje? –preguntó Antonio, que hizo una señal a Bartolo para que cerrase la puerta y le dejase a solas con el de La Política.
- Me quieres encasquetar un muerto y por ahí sí que no paso.
- ¿Y ahora lo dices? ¿En qué estabas pensando esta mañana? Yo ya he enviado mi informe.
- Pues haces otro.
- Vamos a ver. Siéntate. ¿De dónde has sacado esa ropa? Te viene grande.
- No me cambies de tema. He hecho mis averiguaciones, ¿sabes?
A Antonio le brillaron los ojos.
- ¿Qué?
- Lo sabes perfectamente. Os habéis confabulado contra mí.
- ¿Qué disparate estás diciendo? Explícate – exigió el sargento, sin saber si reír o llorar.
- Yo no he matado a nadie. ¿Estamos? Alguien me robó la pistola y mató al hombre ese.
- Y luego la dejó junto al cadáver como el que pierde un mechero, ¿no?
El Pistolas se quedó mudo. Parpadeó y tiró con otro argumento.
- La mujer de José no me ha reconocido.
- ¿La mujer de José? ¿Has estado en la iglesia?
- Hace un rato y … - dijo El Pistolas, advirtiendo que se había olvidado de algo.
- ¿Y por qué debería hacerlo? - Continuó Antonio -. Ella no te vio. Yo tampoco. Pero alguien disparó sobre Klaus. Y la bala es de tu pistola, que encontramos a su lado. ¿No será que estabas borracho, te fuiste a celebrarlo después de darle el tiro y ahora no te acuerdas de nada?
Romerales volvía a perder fuelle. El olvido del maletín, la pérdida del arma reglamentaria y las aclaraciones de Antonio le confundieron.
Antonio, que lo notó moderarse, le ofreció de fumar. Pero la reacción de El Pistolas de rechazo le hizo recapacitar. Empezó a pensar si no habría un cabo suelto, alguno más.
- Te van a dar un ascenso. ¿Qué más quieres? – respondió al fin, descartando vagos pensamientos.
Poco a poco, como le sucede al champán, Romerales fue perdiendo vigor.
- Ya. Bueno. Tenía algo para ti, pero no sé dónde lo he dejado.
- ¿El qué? – le preguntó el sargento encendiendo un Jean.
- Una cosa que me dio el cura.
- ¿Algún recado?
- No – aclaró Romerales -. Un maletín.
Antonio pegó un respingo y de inmediato soltó la cerilla que sujetaba entre las manos. Se había quemado los dedos con la llama.
- ¡Coño! – protestó lanzándola lejos.
- Cuidao - dijo Romerales.
Antonio, para disimular, reunió toda su sangre fría, se mordió la lengua, y orientó a Romerales respecto a lo que debía hacer, para quitárselo definitivamente de encima.
- No ha sido nada. ¿Qué me decías?
- Nada, que me he olvidado…
- ¿Y dónde te lo has dejado? – se anticipó el sargento.
- Creo que en la farmacia. Me paré un rato allí. El boticario me iba a contar algo del muerto, o eso decía, pero la verdad es que no le presté mucha atención… Creo que no es más que un cotilla.
- Bueno, bueno. Volviendo a lo nuestro. No podemos seguir así. Tengo cosas que hacer. Así que, por favor, quédate aquí hasta que salga el próximo autobús. Deja de dar vueltas por el pueblo y enredar. ¿De acuerdo? En Granada ya estarán preguntando por ti.
Y sin más dilación se levantó, tomó su tricornio y se marchó fuera dejando al otro sentado en la silla y sumido en sus pensamientos.
Al pasar por la garita se aproximó a Bartolo y le hizo algunas indicaciones.
- No le pierdas de vista, que no se desvíe un ápice cuando salga por esta puerta del camino a la parada del bus. Asegúrate de que si sale sea para coger una Alsina.
El otro asintió.
Dada la orden, el sargento se dirigió sin detenerse a la farmacia, temía por la suerte del maletín. Apretó el paso y confió en que el de La Política no tuviese la ocurrencia de seguirle.
Romerales, por su parte, permanecía conmocionado, perdido en los vericuetos de su memoria a plazos. Cuando advirtió que se había quedado solo se levantó igual que un autómata y salió por la puerta del despacho. Su primera intención fue abandonar definitivamente el cuartelillo y dirigirse al bar más cercano a la parada del bus, para hacer tiempo hasta su salida. Pero al pasar por el hueco que daba al calabozo tuvo la ocurrencia de bajar a ver al preso. Sin dudarlo enfiló las escaleras con cuidado, apenas había luz en la galería, y se asomó a la celda del que buscaba.
José estaba sentado en una banqueta, con la espalda apoyada en la pared. Ni se inmutó cuando vio asomar la cabeza del verdugo.
Romerales lo miró y remiró un buen rato, gozando de su situación privilegiada respecto al preso. Por fin estalló en amenazas.
- Te has librado de esta, pero tenemos una cuenta pendiente. No me olvides.
Sin embargo, José no se pronunció a la provocación. Permaneció en su actitud indiferente, perdida la vista en el infinito, igual que si fuese una figura de cera.
El Pistolas lo achacó al miedo y sonrió con malicia. Muy ufano se retiró y salió a la calle.
Bartolo, alarmado, quiso retenerlo con vagas excusas, pero el policía no quiso dar su brazo a torcer. Se excusó diciendo que necesitaba respirar aire puro, que la cefalea lo estaba martirizando y necesitaba dar un paseo. Bartolo se despidió de él, aunque no lo dejó de seguir con la mirada mientras pudo.
lunes, 6 de enero de 2025
Oro nazi. Capítulo 28. El encargo.
Don Simón, el boticario, lo identificó de inmediato pese a su nueva indumentaria, especialmente por el maletín que llevaba en una mano, que fue lo que avivó su interés. Lo vio pasar por delante del escaparate. Sin dudarlo un momento se deshizo de la bata, colgó el cartel de cerrado en su establecimiento y salió tras él. Como advirtió que el de La Política se encaminaba al cuartel, apretó el paso para ponerse a su altura y hacerse el encontradizo. No estaba dispuesto a perder al pájaro.
- Disculpe. Me llamo Simón. Soy el farmacéutico – dijo nada más llegarse a él.
- Buenas – respondió Romerales algo desconcertado por el atrevimiento del otro, que no conocía y al que dedicó un repaso visual sin embarazo alguno.
- Quería comentarle una cosa. Es importante.
- ¿Qué cosa?
- Sobre el asunto del alemán. Ya sabe.
Romerales se detuvo y puso el foco de su atención en el que le abordaba. Le produjo la sensación de encontrarse ante una persona con cierta distinción. La revelación le había despertado del ensueño en el que se encontraba. Aquello sonaba interesante.
- ¿Tiene algo que decirle a un representante de la ley? – preguntó, con media sonrisa, inmerso ya en el personaje cinematográfico que gustaba de interpretar.
- Por supuesto. Pero sígame, es algo que no conviene exponer en un lugar tan concurrido – le respondió y le indico que le acompañase.
Para Bartolo también fue una sorpresa la aparición de El Pistolas en la plaza. Reconoció su estampa sin titubear. Nada más identificarlo dejó la garita y fue a largárselo a su superior. El catalán repasaba el diario y se tomaba una copita de coñac en su despacho, por prescripción médica.
- Jefe … Mi sargento. No se va a creer quién viene por ahí.
Antonio tuvo un mal pálpito. La herida del brazo empezó a dolerle.
- No me jodas – se levantó de la silla de un salto y abandonó el despacho.
- ¿Dónde vas? – exclamó su mujer que ya lo interceptaba por el pasillo -. El teniente médico te ha ordenado reposo.
Pero no podía detenerlo nadie. Sin embargo, cuando llegó al portón de entrada y recorrió la plaza con los ojos no lo identificó entre la gente.
- No lo veo.
Bartolo se rascó la cabeza bajo el tricornio.
- Yo tampoco. Pero juraría que era él, por la forma de andar, y venía derechito al cuartel.
Antonio lo censuró con la mirada.
- A ver si estamos más atentos. No estoy para bromas.
No había sido confusión del guardia sino realidad, pero don Simón ya había captado a El Pistolas como queda dicho y lo introducía en su tienda con la sugerencia de proporcionarle una importante información.
Romerales se dejó agasajar, le gustaba sentirse importante. Se paseó por el interior con la chulería que le caracterizaba, igual que si tomase posesión del establecimiento. Se puso a mirar los estantes, como si buscase la pista de un crimen inconfesable. El olor a medicinas pareció estimular su imaginario olfato.
- Un lugar muy interesante. Muy ordenado y limpio. ¿Es usted el propietario?
- Sí. Me alegro de que aprecie la disposición de los productos.
Tras el reconocimiento de la botica, Romerales se quitó las gafas de sol, entornó los ojos y, adoptando una actitud de cazador astuto que contempla a su presa, quiso saber la razón de tanto misterio.
- Usted dirá.
Simón no se dejó intimidar más que en apariencia.
- Llevaba un tiempo esperando la oportunidad de entrevistarme con usted, pero me ha sido imposible conseguirlo antes. Le he visto muy ocupado y no quería entorpecer su labor.
- Ha tenido suerte, tenía intención de tomar la próxima Alsina – respondió el otro, para dar a entender que era un hombre ocupado.
- ¿Sí? Me alegro. Pero, póngase cómodo, puede dejar ese pesado maletín en esta silla, la tengo para las clientas – le sugirió mientras se la facilitaba.
El de La Política no puso objeción a la oferta. Así pudo llevarse las manos a la cintura para, echando atrás el faldón de la chaqueta, dejar a la vista el mango de la pistola.
- Bien. Explíquese. ¿Qué sabe del alemán?
- Más de lo que se imagina. Yo era la persona que le ayudo a buscar alojamiento. A él y al otro. El que falleció ayer en el tiroteo.
A Romerales, que tenía en principio intención de hacerle alguna pregunta sobre los aludidos, se le encendieron todas las alarmas.
- ¿Qué sabe del tiroteo?
- Bueno, lo que todo el mundo. Que el tuerto murió.
- ¿Se tiene noticia de por quién fue abatido?
- Hay muchos rumores – respondió Simón con cautela -. Pero nadie quiere hablar, todo el mundo prefiere evitar problemas.
- ¿Se dice algo de mí?
Aquel interés por la muerte de Klaus animó a Simón a incidir en el tema, con el propósito de distraer a El Pistolas. Nada mejor que recurrir al alago para seducir a un vanidoso.
- Todo el mundo celebra su valentía.
Aunque no era exactamente lo que quería escuchar, Romerales se sintió satisfecho por el dato que le facilitaba.
- ¿Todo el mundo?
- Sí, la gente del pueblo. Se está comentando en todas partes, es la comidilla del día - aseveró.
Buscando el modo de confirmar la sospecha que le venía corroyendo todo el día, Romerales hizo la pregunta de otra forma para oír lo que deseaba.
- ¿Hubo testigos?
Simón presintió, por la deriva de la conversación, de que a Romerales le preocupaba algo; lo leyó en su rostro. Revisó en la memoria lo que llevaban hablado y creyó dar con la clave. Decidió jugársela para tantear su reacción. Con avidez se volcó por la vía que se le abría.
- Por supuesto, varios. Claro que … Hay quien afirma que disparó otra persona …, que no fue usted – añadió, dejándolo caer.
Aquello fue suficiente para que El Pistolas diese una patada en el suelo, apretase los puños y saliese disparado de la tienda, sin acordarse de lo que dejaba atrás. Simón no esperaba una resolución tan rápida del desafío que se había propuesto y celebró conseguir el maletín de una manera tan sencilla.
domingo, 5 de enero de 2025
La Gran Biblioteca de Córdoba
Cuentan las fuentes que en una de las alas del palacio de los califas de Córdoba, situado al oeste de la mezquita, se encontraba la Gran Biblioteca, superior en volúmenes a la de Medina Azahara, y de mayor antigüedad. Allí se reunían miles de manuscritos. Los gruesos muros la aislaban del bullicio del exterior, y las arcadas que facilitaban la comunicación entre sus habitaciones y el patio interior permitían escuchar el sonido del agua de los surtidores y canales que lo recorrían, y el canto de los pájaros. Las paredes de las salas de lectura del edificio estaban pintadas de verde, por ser este el color que los cordobeses estimaban más adecuado para inducir a la lectura. En sus talleres se enseñaba caligrafía y encuadernación, pero también gramática y poética. Más de un centenar de mujeres se encargaba de hacer copias de los textos, con una cuidadosa letra, que se vendían al público curioso y erudito venido de todas partes del mundo conocido: Europa, África y Asia. De entre ellas destacaba Fátima La Vieja, que dedicó su vida a la escritura y murió virgen. Para los más ignorantes se disponía de lectores e incluso de ediciones de los textos en varias lenguas. Un eunuco se encargaba de exponer el índice donde se reseñaban los títulos almacenados, para satisfacer los deseos de estudiosos y posibles compradores. Los libros estaban disponibles en piel de gacela, pero también en papel, siglos antes de que los italianos generalizasen su uso. La vieja biblioteca pasó al olvido y hoy solo puede visitarse en sueños, como cuento de mil y una noches.
sábado, 4 de enero de 2025
Estampas irreverentes dan la campanada
La burla o escarnio de las imágenes cristianas no es algo nuevo, sino que se viene produciendo desde sus orígenes. Ahí está como ejemplo el célebre grafito de Alexámenos o Palatino, en el que se representa a Jesús crucificado con cabeza de asno. O los textos satíricos de Luciano de Samósata, cuando se ocupaba del falso profeta Peregrino. No es un fenómeno, por tanto, de los tiempos que corren y que afecte sólo a los católicos, sino a todos los cristianos desde antiguo. Por otra parte, al ocuparnos de los católicos, hemos de referir que, en muchas ocasiones, probablemente con alguna intención didáctica, también han recurrido a lo largo de su historia a la burla de su propia doctrina. Y de este modo hallamos en las pinturas y relieves de la arquitectura de sus templos, sobre todo medievales, muchos ejemplos irreverentes, poco respetuosos con la jerarquía y en los que incluso predomina lo pornográfico. Y si echamos un vistazo a la tradición oral, nos encontramos con lugares imaginarios donde Cristo dio tres voces o se ató las sandalias, por no referirnos a conocidos insultos y maldiciones que andan en boca de todos, o símiles castrenses referidos a la limpieza del fusil que vomitaban los sargentos y cabos en épocas no muy lejanas, frases que en nada perjudicaron a la fe de los cristianos viejos, pero parece que sí a los modernos.