El rapto de las hijas de Leucipo, el de Rubens, era uno de los cuadros que más me distraía cuando era niño. Venía a página completa en la enciclopedia de Arte de Salvat, una versión reducida del Summa Artis, la de Pijoán. Ya lo he contado antes. Nunca comprendí con exactitud lo que allí pasaba, porque no tenía ni idea de lo que era un rapto. Tampoco sabía que se trataba de Cástor y Pólux, los hermanos gemelos de Helena de Troya y Climtemnestra; de un tropiezo que tuvo la madre, Leda, con un cisne que no era sino Zeus. Un lío. Pero es lo de menos, porque lo que a mi me llamaba más la atención era unas señoras muy gordas, en cueros, que parecían tener un serio problema para subirse a unos caballos, caracoleando uno y con cara de tonto otro, y unos señores las ayudaban, o eso creía yo. Todos parecían muy torpes. También me chocaba que aquellos tipos estuviesen tan bronceados y ellas tan blancuzcas. Estas eran las hijas de Leucipo. Luego estaba un niño con alas que se asomaba por detrás de un caballo y me miraba. Este me daba mucha envidia porque aprovechando el jaleo se habían encaramado al animal y ya le sujetaba las riendas, por lo que yo interpretaba que en cualquier momento iba a escaparse a lomos de aquel, mientras que los otros terminaban en el suelo. Luego me imaginaba que los dos galopaban muy deprisa, como en película de vaqueros, y después de un salto muy grande, volaban ayudados por las alas del pequeño. Una gran aventura, ya te digo. Algo así pasa en la que escribí en la de La isla del gigante de bronce, pero no es lo mismo, aunque también va de laberintos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario