En el viejo hospital, que ahora Facultad de Historia, por sus pasillos y aulas, antes salas de enfermos, acudía a clase el fantasma entre el confuso alumnado, no porque quisiese estudiar el origen de la civilización o las Guerras Púnicas, ni siquiera el resultado de la I Guerra Mundial, sino porque no podía irse a otra parte, tan perdido estaba, desde que se llevaron su cuerpo a otro lugar - nunca supo a dónde – en un momento en el que estaba entre la vida y la muerte, y desde el más allá regresó demasiado tarde. En esa dicotomía que halló sin pretenderlo quedó fijada su existencia hasta el fin de los tiempos, si es que estos lo tuviesen, cosa que ignoramos. De este modo, de alma en pena, tiempo tuvo de ver pasar los años y las obras, modificaciones y readaptaciones del edificio, hasta el día de hoy, que le permitió asistir a clase, sin pagar matrícula, curso tras curso, como para hacer un sinfín de doctorados. Ocasiones no le faltaron para conocer nuevos compañeros y profesores, que para los muertos ya no existe el género, y pudo así conocer mejor la naturaleza humana, sin necesidad de implicarse en sus conflictos y comedias, sabedor de que sobre su vida ya estaba todo dicho. Pero como el tiempo no era precisamente lo que más le preocupaba, ni el aprender, decidió al fin, un día, ejercitarse como lo que en realidad era, un fantasma, y comenzó a hacer travesuras, como desordenar los apuntes del compañero, cambiar de sitio los libros de la biblioteca, modificar notas o cerrar puertas de golpe en mitad de una lección magistral. No contento con esos inicios y para que no lo confundiesen con un duende, optó por dedicarse al susto, que le resultaba aún más divertido, y de este modo se aparecía en los espejos de los aseos, o en los cristales de las ventanas que asoman al patio, o bien correteaba por los techos de las aulas, con gran estruendo, o se lamentaba cuando descubría a algún solitario en la vieja capilla. En cierta ocasión, sin embargo, tropezó con un caza fantasmas, bisoño, que, sin intención, lo atrapó en un libro del Antiguo Egipto, el Drioton, por más señas. Quiso hacer el fantasma una de sus gracias, el lector entre página y página introdujo una hojita de laurel, regalo de un ligue, y de este modo quedó aquel atado al rito funerario de los faraones, y condenado a permanecer en el interior de tan pintoresca tumba. El tomo terminó en la biblioteca y como para entonces empezaron a circular los portátiles y las tablets, los pdefes y los wasaps, allí aguarda a su príncipe azul, pongamos princesa para no herir susceptibilidades, pero lo más probable es que del nicho no salga, hasta el día del Juicio Final, que tendrá que dar cuenta de sus numerosos pecados, amén de las asignaturas suspensas.
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