Recuerdo que su mote era Bubínez, el Bubínez, pero no consigo ponerle cara del todo. Sospecho que era un personaje singular de los que poblaban y pueblan las aulas. Extraño, atípico y señalado. Tuve ocasión de tratarle y de hacer cierta amistad, de esa de ocasiones, que daban pábulo a la tertulia fortuita e intrascendente. Encuentros fugaces e inesperados, una de esas casualidades de aquellos tiempos sin móviles, al salir del laberinto de la judería, después de unas clases en la facultad, o al recorrer el barrio cuando cerraban los comercios, justo cuando el sol se ocultaba y el relente invadía las callejas. Conversaciones de diversa condición, intrascendentes o graves, que venían a sofocarse en la espuma de las cañas.
Creo que llegó el día en que Bubínez, el Bubínez, se ganó mi respeto, por la garantía de sus conocimientos y razones, y entonces dejó de llamarse Bubínez, para llamarse Curro; pero ambos son ya una sombra borrosa en un paisaje arruinado. Vagas figuras de jóvenes que dejaron de serlo y se confundieron en la memoria, que también se difumina para desorientarnos.
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