Ciempozuelos, mi pueblo, gozaba de cierta popularidad por sus manicomios. De niño, los domingos antes de misa, me encontraba a los locos por los alrededores de la iglesia, paseando o sentados en los bancos, siempre en grupo, siempre acompañados por monjas y hombres vestidos de blanco. Yo no sabía lo que era un loco pero percibía que eran gente extraña por sus miradas perdidas y paso pausado. A los enfermos de Ciempozuelos los tenían clasificados como "locos furiosos".
Durante la guerra civil, Ciempozuelos quedó en tierra de nadie. Los vecinos huyeron a Madrid. Los locos quedaron solos, escaparon del manicomio y se adueñaron del pueblo, y durante lo que duró aquella vagaron por sus calles sin orden ni concierto, sin muros, sin drogas y sin guardias que les impidiesen moverse, indiferentes a la tragedia de los cuerdos y sumidos en una orgía de libertad que soñaron infinita.
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