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jueves, 20 de junio de 2024

El control del esférico

Cuando yo cursaba la EGB, era empezar el curso y a cada clase se le adjudicaba un balón. Hubo algunos años en los que este incluso fue de reglamento. En uno de sus pentágonos se escribía el nombre del curso al que pertenecía, 4º A, por ejemplo. Desde el primer día hasta el último todos los alumnos de la clase teníamos la oportunidad de hacernos cargo del balón varios días, por turnos, la responsabilidad iba rotando. Era un momento mágico por lo esperado. El día que te tocaba ser el responsable lo guardabas entre tus pies, bajo la mesa, más o menos como el que empolla un huevo. Así, mientras escuchabas al maestro, copiabas de la pizarra o charlabas con el compañero le dabas pataditas o lo controlabas con los tobillos, incluso lo pisabas. Estabas sin duda alguna en posesión del esférico y nadie podía arrebatártelo, porque durante toda esa jornada era tuyo, salvo a la hora del recreo durante el cual todos los compañeros jugaban con él. Cuando acababa la jornada escolar te lo llevabas a casa, hasta el día siguiente que lo cedías a otro compañero. Recuerdo la vez que al Matesanz se le olvidó en su casa y tuvimos que proponerles un partido a los de 3º o 5º, ya no recuerdo, para poder jugar. Por aquel entonces en el mismo patio se jugaban varios partidos a la vez con equipos de más de 20 niños. Si era entre dos cursos podían enfrentarse 80. No comprendo cómo no nos confundíamos de pelota, a veces había más tráfico que en la Gran Vía. El caso es que tuvimos balón hasta que un año la administración decidió que era un gasto superfluo y entonces tuvimos que recurrir a que alguno tuviese el detalle de traerse el suyo de casa, si lo tenía. Alguna vez llevé yo el mío que era uno de baloncesto de color naranja, muy duro para las patadas, pero al que no perdonamos. En aquellos días incluso con unas bolsas de plástico podía apañarse una pelota. No recuerdo cual fue el destino de aquellos balones, supongo que terminaron en algún almacén del colegio, si habían sobrevivido. A veces me hago con uno, de los que regalé a mis hijos, y me siento con él en los pies. Hay placeres que nunca se olvidan y conviene repetirlos.

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