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martes, 4 de junio de 2024

El balón de oro

Podía haber sido un día de tantos, de aquellos que pasaba en casa de mis abuelos durante cualquiera de los períodos vacacionales al uso, pero pasó a convertirse en uno concreto e inolvidable. Por alguna razón esa mañana mi abuelo había salido con su coche, un macizo 600 de color tierra, y la cochera se había quedado vacía, un sitio ideal para jugar. En una de las cuatro paredes había una puerta que muy pocas veces en mi vida conseguí ver abierta, por ser el lado donde se acomodaba el auto, y que daba a un cuartucho que servía de trastero. Mi abuela fue a buscar allí no sé que cosa y su iniciativa nos permitió a mi hermano y a mí, (probablemente a algún primo también), indagar en su interior. El gran e inesperado hallazgo fue un balón de reglamento desinflado, que llevaría allí olvidado la pila de años y, naturalmente, se convirtió en el gran acontecimiento.

Por aquel entonces las diversiones eran pocas y estaban en la calle. Era en esta donde se jugaba a todo y al futbol por supuesto. El tráfico de vehículos de motor era muy escaso, más frecuente el de animales, por la proximidad de un pilar donde calmar la sed, y nada impedía jugar partidos sin límites de espacio o tiempo salvo los que imponía el urbanismo popular y la hora de la comida. Cualquier puerta servía de portería.

La noticia de la aparición del balón corrió como la pólvora y en pocos minutos acudieron a multitud de anjalicos churretosos y con las rodillas llenas de mercromina dispuestos a organizar equipos y empezar a dar pelotazos.

No pudo ser porque nadie tenía a mano nada con lo que inflar al gran protagonista. Mi abuelo tenía una bomba en el coche, de esas antiguas en forma de T, pero como había salido no quedaba otra que la espera. Y durante lo que duró ésta nos dedicamos sobre todo a imaginar el gran partidazo que nos esperaba con aquel balón profesional, como ya lo definían algunos. Bien es cierto que su aspecto no era muy bueno, tenía algún que otro roto, pero todos confiaban en que se podría jugar con él en cuanto que estuviese lleno de aire. Se hicieron equipos, se discutió de estrategias, se habló de grandes jugadores y se relataron gestas de grandes competiciones. 

Por desgracia, ese día mi abuelo no acudió a comer, y el esperado momento se retrasó y retrasó para nuestra desesperación. Pasamos la mañana y parte de la tarde sentados en los bordillos a la puerta de la casa, de guardia, con la ilusión puesta en ver acudir el coche bien por una calle u otra. Imagino que aquella fila de niños desconsolados alteró el ánimo de algún que otro transeúnte y debió de irse, tras vernos, pensando en algún dramático suceso.

El caso es que, por fin, bien avanzada la tarde, vimos asomar el auto. Creo recordar que no dimos tiempo a mi abuelo de guardarlo en la cochera, porque literalmente lo asaltamos. Con toda su buena voluntad y sin oponerse a la petición, puso a nuestra disposición la deseada bomba y comenzamos a inflar el balón. Puedo jurar que verlo llenarse de aire poco a poco fue una experiencia impagable, todos los sueños del día iban a convertirse en realidad, ya veíamos volar el esférico sobre nuestras cabeza, darnos acertados pases y haciendo goles.

Por fin el balón adquirió una dureza más que aceptable. Pepito, que era el más grandón, lo tomó entre sus manos y lo hizo botar con energía dos o tres veces. Fue un sonido rotundo, de neumático de camión. Todos corríamos detrás suya colocándonos unos de portero, otros de defensa y delanteros. Nos habíamos olvidado de mi abuelo y del mundo. En estas que Pepito dio dos patadas al balón contra una pared y de repente se desinfló por completo.

Hay experiencias en la vida que son difíciles de olvidar. No tengo palabras para describir lo que significó esa tremenda decepción. Fue un drama.

En fin, allí acudieron todos a reconocer al paciente y unos determinaron que es que estaba pinchado, otros que la cámara estaba podrida y hubo quien habló de un zapatero que conocía que arreglaba balones. El caso es que todo se vino abajo. El resto de la tarde se convirtió en un aciago anochecer, del que no nos distrajeron ni siquiera, como otras veces, los murciélagos con sus vuelos erráticos. Eso sí, nos fuimos a dormir temprano, había sido una jornada agotadora.


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