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martes, 30 de enero de 2024

Antoñete Moral

Pasar por la puerta de aquella casa era para hacerlo corriendo. Lo mejor era evitarla, pero algunas veces, siendo niño, si no había más remedio, por las prisas o las circunstancias, no quedaba otra que rebasar sus jambas, eso sí, mirando sólo al frente, igual que el burro amparado por las orejeras. Allí vivía Antoñete Moral, un hombre de unos 30 años entonces, que tenían sujeto por unas cadenas a unas grandes argollas que colgaban de la pared del zaguán. Una reja oscura y oxidada a modo de jaula lo separaba de la calle y el resto del domicilio, donde vivía su familia, gente humilde del agro. En aquel pequeño espacio Antoñete se rebullía como el agua hirviendo, enredado entre los eslabones, pugnando por desvestirse de ellos como un Laocoonte desesperado. En aquellos combates contra la civilización alzaba los brazos y hacía crujir las cadenas, farfullado palabras incomprensibles que los más supersticiosos calificaban de diabólicas. Día tras día, mes tras mes, año tras año, así pasaba las horas Antoñete, con el único alivio que le producía la visita de su madre, para darle de comer y limpiarlo, aunque con no más palabras de consuelo que un cállate o estate quieto. Era temible su estampa, el cuero cabelludo a róales, el rostro y los hombros lacerados, las articulaciones cubiertas de heridas, descalzo y con la ropa hecha jirones. Gritaba y gemía como un poseso, en un remolino de salivajos que salpicaban su poblada barba.

- ¿Cómo está hoy Antoñete? – le decían las viejas vecinas que asomaban a verlo; y el mugía y se aferraba a los barrotes hasta que sus manos perdían el color por el esfuerzo vano, la rabia contenida.

Cuatro puertas antes de llegar a la suya ya se le oía resoplar y quejarse, golpear las paredes y los hierros que lo guardaban. Esa era la señal que te obligaba correr para no verlo. Y lo hacías la mayoría de las veces rezando o conteniendo la respiración para que no te sintiese llegar. Volabas.  Después, pasado el peligro, lo borrabas de tu mente, despreocupado de su suerte, hasta la próxima ocasión que no deseabas tener.

Un día Antoñete se escapó de la prisión, aprovechando un descuido de su madre. - ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! – se la oyó gritar.

El pueblo entero salió en su busca y captura. No fue complicado seguir su pista, acompañada de gritos de terror y alarma, pues tropezaba con todo, caía y se levantaba de nuevo, perdido en la libertad que no comprendía, pero que le daba alas en los pies.

- ¡Se ha escapado Antoñete! ¡Se ha escapado Antoñete! - Lo atosigaron por las calles y después por las eras, chicos y grandes, hombres y mujeres, acompañados de perros, llamándolo a voces y avisándose unos a otros de por dónde iba. Al final lo atraparon como se atrapa a una bestia, rodeándolo y echándole lazos, y lo devolvieron a su jaula.

Antoñete murió hace más de 40 años. Ya no existe el zaguán ni la reja. La casa tiene otro aspecto y otros dueños. Muy pocos lo recuerdan ya, y los que lo hacen prefieren no mentarlo, porque temen oír sus cadenas, que vuelva a escapar.


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