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sábado, 6 de enero de 2024

El demonio en el bostezo

En aquellos contornos empezaban a estar cansados de los excursionistas que acudían los fines de semana, gente de ciudad con intención de hacer senderismo por los caminos más recónditos del término. Los naturales los perseguían con la mirada cuando llegaban al pueblo y aparcaban sin pudor en cualquier parte; y les fastidiaba que se bajaran del vehículo sin dar siquiera los buenos días, sino ignorando a los vecinos que se juntaban en la plaza o se cruzaban con ellos. No había cosa que encendiese más los ánimos que aquella desenvoltura, comportarse como si ellos no existiesen o no estuvieran allí, delante de sus narices, o no tuviesen más valor que las paredes y muros de las viviendas que habitaban. Aquellos forasteros que parecían flotar sobre la realidad no venían sino a dejar el coche mal estacionado y hacer su santa voluntad, que no era otra que patear los caminos y senderos, fotografiarse, para presumir en la capital de lo que habían andado y contemplado, como si fuesen los descubridores de todo aquello.

Por eso los del pueblo tomaron un día la determinación de que todo el que recalase por allí, ya que lo hacía, se llevase de vuelta alguno de los muchos demonios que abundaban en los montes de los alrededores, pues ya estaban artos de ser sólo ellos los que tenían que soportarlos.

- Si vienen a pisar nuestras tierras y a robar nuestro paisaje, que también carguen a la vuelta con alguno de los que nos martirizan en cada loma o encrucijada – expuso uno de los más viejos, con el asentimiento y beneplácito de los reunidos junto al pilar de los siete caños, lugar favorito para los concilios locales.

- Es justo. Que no se lleven sólo lo bueno.

- Pero algunos paran, y compran pan y longanizas, vino o legumbres – objetó uno.

- A esos no – respondió el anciano con una colilla humeante entre los labios, pero sin mucho convencimiento.

Así determinaron que el pastor, que se conocía bien todas las veredas, le cortase el paso, haciéndose el encontradizo, al próximo urbanita que asomase por el pueblo. Y aprovechase para sugestionarlo, y de este modo facilitar el tránsito de cualquiera de los demonios de un cuerpo a otro.

Dio la casualidad de que fuesen tres los excursionistas que acudieron el viernes siguiente a la reunión descrita. Dos hombres y una mujer que, aunque compraron víveres en el colmado del pueblo no quedaron exentos del acuerdo del complot, porque los conjurados no estaban dispuestos a demorar más tiempo para ejecutar su venganza, con quien fuera, y lo mismo daba empezar con unos u otros. Sin manifestar intención alguna dejaron a los extraños deambular a su libre albedrío por el callejero y cuando los vieron perderse tras las eras depositaron su confianza en el cabrero, que buscó un atajo para toparse con ellos de modo que pareciese casualidad.

En cruce de dos caminos, donde se alzaba una cruz vieja, tropezaron los cuatro y el gancho lanzó sus redes.

- Muy buenas. Ustedes han venido hasta aquí a ver la gruta del diablo – les dijo, una vez que estuvieron a la misma altura.

- Buenos días. Pues no era ese nuestro propósito. No teníamos conocimiento de esa cueva que habla.

- Sería una lástima que volviesen a la ciudad sin haberla visto.

Para satisfacción de los curiosos el cabrero se ofreció de guía, asegurándoles que la guarida no estaba lejos, lo cual era cierto. No tardaron en llegar la boca de una caverna oscura y húmeda de innumerables vericuetos, que les hizo recorrer a la luz de un mechero asfixiado con riesgo de tropezar y caer las más de las veces.

- Aquí fue donde desapareció una muchacha y encontraron estas marcas de garras enormes – explicó al detenerse en un recodo y señalar con el bastón unas hendiduras en la pared de piedra.

- ¿Y eso qué quiere decir? – preguntó la mujer.

- Está muy claro. Es la señal de Satanás, que se la llevó para siempre al Infierno – respondió el cabrero sin inmutarse.

Los visitantes apenas contuvieron la risa ante lo que imaginaron superstición del cicerón, pero no se hicieron notar, sino que le dejaron seguir con su discurso.

Terminada la gira en el subsuelo, salieron a campo abierto y se despidieron. El cabrero se retiró satisfecho por haber sembrado en el alma de aquellos la imagen del maligno. Los excursionistas lo siguieron con la vista hasta que desapareció tras una loma y, después de reírse a su costa imitando sus gestos y vocabulario, determinaron que el sitio era bueno para descansar e incluso hacer noche, por lo que sacaron los bártulos y levantaron una tienda en la misma boca de la cueva.

Después de visitar las inmediaciones, retornaron al campamento y al abrigo de una lumbre, se sentaron y cenaron, hablando y comentando sobre lo vivido esa mañana. Satisfechos del recreo, agotados y con ganas de regresar para contar la aventura a sus amistades de la ciudad, fueron buscando el mejor rincón para recibir al sueño. No fue fácil porque apenas se acomodaron no tardaron en escuchar un lamento canino, que venía hacia ellos desde la profundidad de la gruta y les hizo conjeturar sobre su origen. La mujer experimento un escalofrío y uno de los hombres palideció cuando a la luz de la hoguera acudió una inesperada sombra oscura.

- Pero si es sólo un perro – exclamó con alivio el tercero, que sin miedo alargó un brazo para acariciar al can, y éste se mostró pacífico bajando la cabeza.

- Pobrecillo, estará perdido y tendrá hambre – comentó la mujer.

El animal se sentó a los pies del hombre y bostezó, abriendo la boca desmesuradamente, dejando a la vista la lengua y una poderosa dentadura. El que lo acogió entre las piernas, dejándose contagiar de la pereza que parecía padecer el animal, lo hizo también, estirazándose. Después, animal y humano, se miraron a los ojos unos instantes. Y fue ahí cuando el segundo empezó a sentirse incómodo. Tanto que sus compañeros se alarmaron al advertir cómo se agitaba.

- ¿Qué te sucede? Estás temblando.

- No sé. Me siento muy mal de repente – respondió sofocado.

- Estás sudando. Debes haberte enfriado. Te traeré una manta.

Entonces el perro se levantó y volvió a la cueva.

- Me siento fatal.

- Aquí tengo ibuprofeno.

- Quiero irme a casa – respondió, mientras le castañeaban los dientes.

Preocupados por su estado, decidieron que uno de ellos debía acercarse al pueblo y pedir ayuda. La mujer quedó con el convaleciente y el otro buscó el camino que lo devolvía a donde iniciaron la actividad recreativa que los había conducido a la situación descrita. Consiguió llegar al pueblo y pedir socorro. Acudieron varios lugareños a su petición y le siguieron al campamento, pero no hallaron sino sólo al hombre, sin conocimiento. De la mujer no se volvió a saber. Ni la Guardia Civil pudo dar con ella por más que recorrieron el interior de la cueva y los alrededores.

El excursionista que enfermó tuvo que ser ingresado en un siquiátrico, desde el día del suceso no volvió a ser el mismo, perdió la razón. Los especialistas que se ocuparon de su trastorno, tras un completo examen, terminaron indicando como signo significativo de su mal el empecinamiento en bostezar constantemente, como si tuviese intención de expulsar algo de su interior que no existía más que en su imaginación. El tercero no volvió a hacer excursiones fuera de la ciudad, permaneció en ella hasta el final de sus días.

 

 

 

 

 

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