Lo que me fascinaba de mi tío Antonio era que hacía cosas con sus manos. Tomaba sus herramientas y construía algo. Era una gran experiencia verlo trabajar con toda la seriedad y atención que ponía en la tarea, sentado en el suelo o de pie, tarareando alguna cancioncilla, con el inseparable pitillo en la boca. En ocasiones se ponía una gorra con la visera a la nuca. Así manejaba el serrucho, o golpeaba con el martillo, afilaba con la navaja de gancho o ataba con la cuerda lo que fuese preciso. Abría una zanja con la azada y aunque separaba mucho las piernas se ensuciaba de polvo las alpargatas. Hacía poda a un árbol y me explicaba por qué quitaba una rama. También sacaba punta al palodú y me enseñó que al botijo nuevo hay que echarle anisete para disimular el sabor a barro. Una vez me hizo un fuerte para los americanos de plástico, que regalaban con el tambor de Colón. También un carrillo con ruedas de níquel para bajar las cuestas a toda velocidad, levantando chispas al paso. Y algunas tardes me dibujaba algo parecido a un caballo, igual que ahora intento esbozar su silueta en el aire, cuando recorríamos el campo acompañados de la perrilla.
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