Mi abuela Visitación tenía algo de nórdica, por el color azul de sus ojos, la piel blanca y el tono rojizo de su cabello, que bien podía ser un tinte, pero esos detalles se escapa a un niño pequeño como fui una vez. Creo que le hubiesen sentado bien unas trenzas hasta el busto. Mi abuela solía vestirse para andar por casa con un babi a cuadritos, siempre de colores oscuros. Yo creo que entonces era el uniforme de todas las abuelas. Por debajo asomaban unas piernas que recuerdo hinchadas, de las cuales una iba a remolque de la otra, especialmente cuando subía y bajaba escalones. A mi abuela le sonaban las tripas, como gorgoritos, y, algunas noches, a la luz de la luna, nos sentábamos junto a la ventana de la cámara para escucharlas. Aquello era contagioso, porque las mías no tardaban en protestar también. Después, cuando misteriosamente callaban, espiábamos a las salamanquesas que se tostaban junto a los faroles o a las polillas que se estrellaban contra sus cristales. Sin darte cuenta abrías los ojos y era otra vez de día. Todo pasó a formar parte de los sueños.
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