De los pueblos siempre hay anécdotas de vecinos muy brutos, por no decir poco civilizados, de esas que conviene narrar por curiosas o porque dan alguna enseñanza. Este fue uno de aquellos casos que tienen dos partes. La primera la protagoniza el Antonio, que era muy bueno por simple, querido todos, aunque se reían de él. Murió frito por un rayo que cayó en mitad de un partido de futbol contra los de la localidad cercana. El suceso, pasada la sorpresa, desembocó en un mar de risas, que dio para varios días cada vez que se rememoraba la escena fuese en el bar, en las eras o la salida de misa. El entierro fue fecundo, en chistes y bromas, a la memoria del muerto. El Antonio se apoyaba en el marco metálico de la portería para ver mejor entrar los balones y allí dejó la vida. Bien es cierto que todo podría haberse evitado si se hubiese suspendido el partido, pero a nadie preocuparon cuatro gotas, por gordas que fuesen y las acompañasen rayos y truenos.
La segunda parte de la anécdota
la traía Manolito el de la Carmen, sujeta de unas riendas, que, por encargo del
Antonio, le había comprado un burro ese mismo día, a unos gitanos en el camino
que llevaba de Lucena a Puente Genil. Era tan buena la planta del asno que cuantos
lo vieron llegar al pueblo, a la que le contaban la muerte del Antonio le
preguntaban por el precio de aquel. Manolito reía con la primera, pero quiso
guardarse la respuesta de la compra, porque el negocio podía serle beneficioso;
pero pronto empezó a cansarse de que todos sus vecinos le incordiasen con el óbito
y la curiosidad, de que hablasen más de la cuenta y le señalasen, o le
exigiesen cuentas, que no les interesaban. Y como muchos los pesados, que no
parecía tener fin, quiso cortar aquello por lo sano y aclarar el trato. De este
modo, al poco de que se enterrase al Antonio, una noche, sin decir esta boca es
mía, tomó el cirio pascual de la iglesia y se subió con él al campanario. Serían
pasadas las doce y media cuando se puso a tocar las campanas, con las que
despertó a los somnolientos y alarmó a los insomnes, por lo que todos en el
pueblo corrieron a la plaza a conocer la causa o motivo del repique. Así que
vieron luz en el campanario, como la del faro de Alejandría, lo tomaron por
milagro y creyeron que era aparición, anuncio del cielo, el alma en pena del
difunto que regresaba como Lázaro del Infierno a darles una señal.
Se juntó el vecindario, unos
contagiados por otros, a contemplar el prodigio y estos rezaban o cantaban, aquellos
callaban, incluso los había que tentaban la huida. Tan llena estaba la plaza
que, Manolito, animado por su éxito en la convocatoria, a grandes voces, puso
orden y ordenó silencio.
- ¿Estáis todos? – preguntó a la
concurrencia.
- Sí – le contestaron al unísono,
hombres, mujeres, ancianos, viejas, niños y mozas, todos cuantos allí se
agolpaban.
- ¿Estáis todos? – repitió de
nuevo.
- Sí – corearon otra vez.
- ¿Estáis todos? – insistió.
Y a esta le respondieron, guiados
por la intuición.
- Sí, ángel divino.
- Ea, pues catorce duros costó el
pollino.
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