Se presentó el embajador alemán von ¡heil! Ribbentrop, Joaquín en casa, en la plaza Roja de Moscú un miércoles del 39 a la hora de la siesta. Colgaban de las paredes de los edificios del Kremlin imponentes banderas con cruz gamada sobre fondo granate que los bolcheviques, con las prisas o malicia, habían bordado del revés.
Después de andar muchos pasillos taconeando al modo nazi, el embajador, sus subordinados y una legión de auténticos comunistas, llegaron a la puerta de un despacho donde le aguardaban dos superviventes de la revolución del 17. En aquel vagón de mercanciás el germano estrechó su mano al ministro soviético de exteriores, Molótov, y miró con aprensión el rostro aviruelado de Pepe Stalin. Sobraban los preámbulos.
-El Führer me ha autorizado a proponerle un pacto de no agresión entre nuestras naciones que dure cien años.
- Si decimos tantos la gente va a reírse de nosotros, pongamos diez.
-Bueno déjeme usted telefonear a ver que me dicen.
-Entiendo.
Y le pasaron un teléfono prehistórico comunista.
-Heil mi Adolf! Diez años. Sí mi Führer.- Colgó- Acepta.
-Llevamos años tirándonos mierda a la cara y ahora, de la noche a la mañana, queremos que todos crean que nos hemos perdonado.
- Bueno, yo, mi Führer...
Entonces entró una señora con un pañuelo rojo a la cabeza y una bandeja de dulces, caviar, pinchitos y vodka, mucho vodka.
-Brindemos por el nuevo antikominternista Stalin, camarada.- Y se atusó el bigote.-Viva mi gran amigo Adolf Hitler.
Entonces Ribbentrop se sintió más cómodo en su traje, le puso a Pepe delante un mapa de Polonia y juntos pasaron la tarde jugando al estratego, antes de acabar con el vodka y cepillarse a la del pañuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario