A la orden del Duce, el pueblo italiano se lanzó a la conquista del Mediterráneo que por herencia romana le pertenecía, decía aquel, y terminó conquistando las arenas de Etiopía.
Aquello fue un paseo.
A semejanza de los césares de Roma con los egipcios, mandaron los generales fascistas como trofeo a la capital un obelisco etiope, para que los camisas negras desfilasen a su sombra mientras Mussolini marcaba papada y apoyaba sus puños en las caderas.
Emilio Graciani, veterano de la campaña, se jactaba de la proeza. Y abucheó al rey etiope Haile Selassie cuando éste solicitó el amparo de la Sociedad de Naciones.
Después lo enviaron a España a luchar contra el rojerío. Pero los comunistas no tiraban con lanzas. En Guadalajara las cosas se pusieron muy negras y los italianos echaron a correr. Y para colmo, el Duce, hecho una furia, quería fusilarlos por cobardes.
Al final se conformó con marcar el uniforme de los huidos con una enorme mancha negra en la espalda.
Un día Graciani volvió a Roma todo manchado y se acercó a observar el obelisco, para sentirse orgulloso de algo. Le dio la sensación de que se le venía encima. No le dio importancia entonces, empezaba una guerra más gorda.
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