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lunes, 23 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 6. El cadáver.



 

La pequeña Lucía dio la noticia al día siguiente.

- Mama, el señor Helmut está tumbado en el suelo y no se levanta.

Rosa tuvo una extraña intuición y temió lo peor. Subió a la cámara y al descubrir el cadáver de Helmut no pudo sino llevarse una mano a la boca y sofocar un gemido de pavor.

- ¡Dios mío, qué desgracia! -acertó a exclamar tras la impresión.

Se arrodilló al lado del difunto e intentó moverlo, pero el cuerpo estaba helado y rígido.

- ¿Qué le pasa, mama?

- Nada. Está muerto.

- ¿Cómo el abuelo?

- Sí. 

- ¿Por qué no lloras?

Rosa no sabía qué hacer. Estaba confusa. Nunca se había visto en una situación semejante y menos en una en la que el protagonista fuese un extraño. Se puso en pie y tomó una resolución. Empezó a revisar las pertenencias del huésped como un autómata, que no halló donde esperaba. Todo estaba recogido.  

- ¿Qué haces? - Interrogó la niña.

- Nada. Quiero que bajes y le digas a tu hermano que corra a buscar a tu padre.

- ¿Por qué no puedo ir yo?

- Porque tú me vas a ayudar a otra cosa. Vamos, date prisa.

Cuando la mujer se quedó a solas puso toda su atención en lo que había sobre la cama. Tomó la maleta y la abrió de par en par como un libro presto para la lectura. Comenzó a registrarla a conciencia.

Quedó decepcionada. No encontró lo que buscaba. Se puso a mirar de un lado a otro de la habitación. Nada le transmitía pista alguna.

Después, armándose de valor, volvió a acercarse al cuerpo de Helmut. Metió las manos en los bolsillos de la ropa de éste. De uno de los del pantalón extrajo una cartera. Allí estaba lo que andaba buscando.

- Lo siento mucho, míster Helmut – dijo entre dientes, como si el difunto pudiera oírla -. Sólo cogeré lo que me pertenece. No soy una ladrona.

En ese momento entró Pablo seguido de su hermana.

- ¿Qué pasa mama?

- ¿Qué haces aquí? ¿Pero no te he dicho que le digas que vaya por tu padre? – preguntó a la hija, que se encogió de hombros.

- ¿Está muerto, mama?

- Vámonos los tres inmediatamente.

- ¿Dónde vamos?

- Vamos a buscar a tu padre.

- ¿Al ingenio?

Entonces ella cayó en la cuenta de que era el día en que su marido salía a trabajar fuera del pueblo. Pero ya no dudó. Arregló como pudo a los chiquillos, quitándoles los churretes de la cara con un pañuelo ensalivado; y cogiendo a cada uno de la mano salió de la casa en dirección al pueblo.

Tomaron el camino a toda prisa, a riesgo de ser atropellados por un vehículo pues a esa hora el tráfico era intenso.

- ¿Dónde vas Rosa? – le preguntó una vecina al verla tan temprano y tirando de los hijos.

Pero ella no se paró a contestar. Se dirigió sin pestañear a la iglesia. Entró y no soltó a los niños más que para persignarse con agua bendita.

El interior apenas estaba iluminado y hacía fresquito.

El párroco estaba en mangas de camisa, subido a una escalerilla, limpiando con una escoba el polvo acumulado en una columna salomónica de un altar lateral. Era un individuo regordete, pero fuerte, algo calvo, con una cara porcina oculta tras unas gruesas gafas de pasta.

A su lado, armado de plumero, un chiquillo, que a diario ayudaba de monaguillo y a lo que se terciase, remataba la tarea del cura con buen tino. 

Completaba el cuadro una mujer pequeña y seca, era la madre del último, que manipulaba un frasco lleno de agua sucia y flores mustias.

El cura, que sintió el ruido y buscó el origen, identificó de inmediato a la invasora.

- Ahora no confieso. Vuelve más tarde – le respondió muy seco, interpretando otra cosa.

- Don Buenaventura, tengo un problema – quiso aclarar ella.

- Ya te he dicho que no es el momento. Vete.

- Don Buenaventura, se ha muerto un hombre en mi casa – aclaró de sopetón.

La anciana, por la sorpresa, dejó caer al suelo uno de los recipientes que sostenía. Éste se estrelló y deshizo en miles de brillantes pedazos que se repartieron veloces por el suelo del templo.

- ¿Qué dices? – peguntó el párroco, impresionado por ambos sucesos.

- Uno de los huéspedes.

- ¿Uno de esos herejes?  ¡Madre de Dios! Derechito al Infierno sin poder confesar. Deja que me vista y vamos de inmediato. Pablo, me vas a ayudar. Venga. Coge los óleos y un cirio.

Poco tardaron en verse en la calle, despertando la pintoresca comitiva, ahora reforzada, la atención de los vecinos. La nueva corrió veloz de boca en boca, los lugareños formaban corros y se revolucionaban. El sargento de la Guardia Civil, que en ese instante repasaba la prensa detrás de una taza de café, se asomó por una de las ventanas del cuartelillo al oír el jaleo.

- ¿Qué pasa, Bartolo? – preguntó desde allí al guardia de la garita que vigilaba la puerta de acceso.

- A sus órdenes, mi sargento. Un muerto. En la casa de la Rosa.

- Vaya. ¿No será su marido?

El guardia se encogió de hombros.

- Dile a Manu que deje lo que esté haciendo y vamos a echar un vistazo.

- ¡Sus órdenes!

- Mejor – corrigió, mientras se pasaba una mano por el mentón -. Adelántate con él. Luego nos vemos allí.

- ¿Qué pasa? – preguntó la mujer del sargento, que estaba en un cuarto contiguo, atenta a lo que acontecía en el municipio y las órdenes de aquel a su subordinado, que no era otro que su hermano.

- La Rosa. Alguien ha muerto en su casa.

- Será cosa del Rosario - sentenció.

- No digas tonterías. ¿Tú qué sabes?

- No estoy sorda. En esta casa se entera una de muchas cosas.

- Pues a ver si no escuchas tanto y te metes en la cocina a oír hervir los pucheros.

La otra se fue rezongando, pero no tardó en tomar una bolsa de compra y buscar una excusa para salir a la calle, ávida de noticias.

El sargento era conocido en el pueblo por el apodo de El Catalán, porque circulaba el rumor de que había hecho la guerra en Barcelona, cosa que nadie se había encargado de desmentir. Llevaba años desempeñando su función en la localidad, muy lejos de su tierra, si es que era de allí. La mujer, Bernarda, era de Motril. De una familia de carabineros, como su hermano.

El sargento, ajeno a la fuga de la parienta, se acicaló y vistió como correspondía a su cargo, la ocasión lo exigía. Con mucha parsimonia se puso en la calle e inició el paseo, enfundado en su uniforme, con el tricornio calado hasta las cejas, y con la calma que le daba la seguridad del respeto a la autoridad que representaba. Para cuando llegó a la propiedad de Rosa ya había en la puerta un montón de curiosos y se abrió paso con alguna dificultad.

- ¿Qué novedades hay? – preguntó a su subordinado, que impedía, con poco resultado, la intención de participar en la visita a los ajenos al óbito.

- Es el alemán, mi sargento. Parece que le dio un jamacuco y se quedó en el sitio. Ahí anda el cura rezándole un responso. Pero creo que era protestante.

- Vaya. Esto nos va a dar trabajito unos días. Que toda esta gente se vaya a su casa.

- Ea, señores, todo el mundo fuera – anunció el guardia esgrimiendo el fusil.

- ¿Qué tienes ahí? – preguntó Antonio al subordinado, advirtiendo un bulto que llevaba en bandolera.

- Nada, un melón.

El sargento se lo arrebató de la bolsa.

- ¿De dónde lo has sacado?

- Mi sargento…

- ¡Ni sargento ni ostias! ¡Que no quiero que aceptéis nada de la gente del pueblo! ¿Cómo tengo que decirlo? – y arrojó a un lado la fruta, que crujió al chocar con el suelo.

El acto incomodó a Bartolo, que se mordió la lengua, y sirvió de aviso a los que allí habían acudido para que se fuesen por donde habían venido.

Antonio entró en la vivienda y se encontró a los niños en el zaguán, sentados en una misma silla, abrazados y con cara de asustados.

- ¿Y vuestra madre?

- Está con el señor cura, arriba – respondió el niño.

- ¿Y vuestro padre?

- Hoy está en lo de las cañas, como todas las semanas.

- Está la cosa para azúcar – murmuró el representante de la ley -. Cuando regrese le decís que se pase por el cuartelillo.

Los niños asintieron al unísono, perfectamente coordinados en el vaivén del cuello.

Antonio subió al cuarto y encontró allí también al boticario, con cara de circunspecto.

- Buenas días. Rosa, padre, don Simón.

- Antonio, ¿qué tal? Un infarto. Debió de darle anoche al ir a acostarse – dijo el licenciado, sin que le preguntasen.

- Vaya – respondió el sargento mientras lanzaba una fugaz ojeada al difunto, para de inmediato estudiar con detenimiento el escenario -. No debía ser un hombre muy ordenado.

- No he tenido tiempo de hacer el cuarto, ha sido una sorpresa muy grande - se excusó Rosa, sintiéndose aludida.

- No, mujer, no lo digo con segundas. Has actuado bien. Mejor no tocar nada.

- Aquí no hay mucho misterio, Antonio – reiteró el boticario con seriedad.

- A este hombre hay que enterrarlo – dijo el cura con cierta preocupación -, pero fuera del cementerio.

- ¿Por qué? – preguntó Antonio.

- Seguro que era protestante, nunca pisó la iglesia – respondió vehemente el religioso.

- Bueno, de momento tendremos que llevarlo allí, por si alguien lo reclama. Y hay que dar parte al forense y al juez. ¿Tú sabes algo más de este hombre? – preguntó a Rosa –. Si tenía familia o amigos, para avisarles.

- La verdad es que no. No hablaba mucho. Pero era educado y muy puntual pagando.

- Nos lo ha pagado todo – dijo la pequeña Lucía, que había vuelto a entrar en la habitación sin que nadie se diese cuenta.

- ¡Vete ahora mismo con tu hermano! ¿No te he dicho que no te levantes de la silla? – le gritó Rosa fuera de sí.

- No te sulfures mujer, son cosas de niños. Venga, baja y deja a los mayores – ordenó el sargento. La pequeña hizo un puchero y obedeció.

- Bueno. Esto es lo que vamos a hacer. Retirar el cuerpo y recoger sus cosas. La maleta y la documentación me la llevaré al cuartelillo. ¿Tenía alguna cosa más?

- Creo que no. No recuerdo que trajese otro equipaje. Aquí en el cuarto no hay muchos sitios donde guardar cosas – señaló Rosa, manifestando lo que estaba a la vista de todos, la sobriedad de la estancia y el escaso mobiliario.

- Bueno. Si aparece algo más, avísanos.



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